La habilidad de un entrenador, y más en concreto de uno de fútbol base, se traduce en la capacidad de transmitir a sus jugadores sus conocimientos técnicos, tácticos, de preparación física y de comportamiento, con el fin de que los hagan suyos, convirtiéndose, si ello es posible, en mini-jugadores dotados de un sano espíritu competitivo. Es indudable que el grado de preparación varía de un entrenador a otro; sin embargo, lo que debe ser común entre todos, es el modo en el cual proponer las actividades a los niños para obtener resultados apreciables.
El entrenador debe corregir y sugerir, no reprochar. Esto al leerlo muchos pensaréis, es lo normal, pues el que ve los partidos semana tras semana estará conmigo en que son muchos los que en vez de corregir al niño se dedican a darle voces a reñirle y a exhibirse como "buen entrenador de primera". y no se dan cuenta que los niños con la presión que tienen lo que les provoca es ponerlos más nerviosos, no entender lo que quieres que haga, y al final puede incluso tener un problema futuro de presión añadida en los partidos posteriores. Mi opinión siempre es que hay que corregir al niño, si ves que no se entera lo sacas un par de minutos y se lo explica tranquilamente y si sigue sin enterarse pues para eso está los entrenamientos para formar y enseñar al niño a jugar al fútbol, no para mandarles ejercicios que has visto en otros entrenadores y que te gustan a ti, sin ningún significado para el equipo ni para la formación de los jugadores.
La relación que se debe instaurar con los niños no debe ser autoritaria; el entrenador puede ejercer el papel de jefe del grupo sin comportarse como un dictador; se pueden imponer reglas y hacerlas respetar sin la amenaza del castigo... todo está en saber crear una relación de confianza entre los jugadores y el entrenador y entre los mismos jugadores.
Así como no es eficaz la figura del entrenador déspota, tampoco la figura del entrenador “amigo” tiene gran futuro: tiene el peligro de ser avasallado por el grupo que no llega a distinguir entre los momentos de bromas y los momentos serios, la diversión del trabajo.
Los jugadores deben recibir de nosotros, los entrenadores, enseñanzas: no gritemos a un jugador por un error, guiémoslo hacia la solución del problema que no ha sabido resolver por sí mismo, démosle indicaciones útiles para el fin deseado; en relación a una situación del juego digámosle qué debería o qué no debería haber hecho... sin adentrarnos ahora en disquisiciones relativas a los métodos inductivos y deductivos...
Primera pregunta: ¿Es preferible un entrenador medianamente preparado, tal vez sin “carnet”, que se maneja bien con los niños y consigue transmitirles el 100 % de sus propios conocimientos o un entrenador que esté al día en todo cuyo primer objetivo es demostrar su propio valor, angustiado por el hecho de no ver traducidos en resultados apreciables sus esfuerzos semanales?. ¿Tiene sentido bombardear de informaciones biomecánicas a un “pequeñín” que no sabe golpear bien el balón?. ¿O es preferible no saber ni siquiera qué es la biomecánica del gesto pero si cómo intervenir de forma adecuada para alcanzar el fin?.
De lo dicho anteriormente se evidencia que casi es más importante el CÓMO que el QUÉ se enseña!
Segunda pregunta: ¿La palabra resultado se asocia al marcador final de un partido o a una valoración sobre la evolución técnico-comportamental de nuestros jugadores?
En el fútbol base, que se mueve obviamente de forma distinta al fútbol profesional, el error que un entrenador no debe cometer es el de perjudicar al niño como individuo en proceso de formación; paradójicamente, es aceptable un error técnico efectuado por el jugador: ¡hay que tener paciencia!, en todo caso, el proceso de desarrollo técnico deberá ser ralentizado y revisado; sin embargo, no es justificable de ningún modo un error, ya sea sustancial o de forma, en la manera de relacionarnos con los niños.
El entrenador no debe usar el equipo que entrena como medio para realizarse en primera persona; más bien debe ser la guía, siempre en un segundo plano, gracias a la cual los niños se desarrollan comparándose consigo mismo y con los demás.